De la Independencia a los años 1960 en América Latina : los avatares de las conciencias de las identidades nacionales y culturales *

Este tema abre un campo de investigaciones muy amplio y complejo. Implica en efecto unos espacios heterogéneos sometidos a diferentes procesos que no han evolucionado al mismo ritmo y diversos estratos étnicos que no tienen la misma historia ni el mismo idioma ni, por lo mismo, la misma memoria colectiva. Tratar de abarcarlos a todos dentro de una visión global implica que tal diversidad se organice sin embargo, en última instancia, en torno a ciertas constancias o sea en torno a un encadenamiento de causas y efectos históricos. El primero de estos datos, el menos indiscutible es precisamente este que la convocatoria sugiere que se contemple, o sea que se trata de un conjunto de sociedades colonizadas, repartidas por el poder colonial en fronteras muchas veces artificiales que han alterado o mutilado su coherencia orgánica, de poblaciones deportadas de África o desplazadas de Europa por la miseria. La característica común que presentan es, primero que todo, eso: todas quedaron sometidas a un mismo sistema de opresión que procedía no sólo de otro espacio sino también, y sobre todo, de otro tiempo. Este choque de dos tiempos históricos me interesa ya que el tiempo que de esta forma interviene desde fuera del continente proviene de una fase bien determinada de una evolución sociohistórica propia. Esta fase es la que resulta importada no sólo en el « nuevo mundo » como lo llaman los conquistadores a partir de su perspectiva, sino también en un tiempo histórico y económico atrasado con arreglo a la evolución de la Historia del « viejo » continente. Dicho desfase o « dys-sincronía » constituye el dato fundamental del poblema que examinamos. En adelante estas sociedades no van a decidir de su porvenir que dependerá, durante más de tres siglos, de lo que se decida, en otra parte, sin intervención suya. En efecto, aunque la toma de conciencia de las élites criollas fue, sin lugar a duda, un factor de la liberación del yugo colonial, hay que subrayar que la Independencia fue también impuesta tanto al colonizador como al colonizado por la lógica de las fuerzas económicas del liberalismo. No nos olvidemos de que Sevilla era el único puerto que tenía el derecho de comerciar con las Indias. Esta lógica es determinante cuando el derrumbamiento del Imperio español lleva a todos estos conjuntos pre-recortados por la colonización hacia une evolución organizada por el mismo liberalismo y que consiste en transformarlos en naciones « en vías de construcción », creando, por lo mismo, otros tantos mercados distintos. Interviene la misma lógica, al servicio de los mismos intereses económicos y políticos, cuando después de la segunda guerra mundial, por los años 1950-1960, se inicia una estrategia que pone en discusión el concepto de Estado-Nación. En los dos períodos (Independencia / Plan de globalización) se trata de cambiar la división geo-estratégica, suprimiendo los obstáculos que dificultan la libre circulación de las mercancías. Sólo han cambiado la identidad de los participantes y la importancia de lo que se juega en los dos casos. La historia del continente americano queda vinculada estrechamente con el capitalismo, como ya lo había señalado Karl Marx.

«La historia moderna del capital empieza con la creación del comercio y del mercado de los dos mundos en el siglo XVI […] El régimen colonial abría mercados para las incipientes fábricas cuya posibilidad de acumulación se acrecentó merced al monopolio del mercado colonial. Los tesoros directamente sacados fuera de Europa por el trabajo forzado de los indígenas esclavizados, por la concusión, el saqueo y el asesinato convergían hacia la Madre-Patria para allí funcionar como capital.»

Modernidad y modernismo

¿Corresponde el tiempo que separa los dos períodos (más o menos: 1820-1950/1960) a lo que se suele llamar la modernidad? El término de modernidad es a la vez ambiguo y sin embargo significativo. Se refiere a los « tiempos modernos » (del Renacimiento a hoy en día) pero surge con otro sentido más preciso en Francia en los últimos decenios del siglo XIX. Para el diccionario de Littré por ejemplo, editado por los años 1866/1870, modernizar es un neologismo y este diccionario desconoce el vocablo ’modernismo’. Cuando la voz empieza a utilizarse (en la misma época) sirve para designar, con matices más bien despreciativos, un conjunto de doctrinas y tendencias que pretenden renovar la teología, la exégesis y la doctrina social de la Iglesia católica para ponerlas de acuerdo no solamente con lo que se cree que son las necesidades de la época, sino incluso y sobre todo con el estado de los conocimientos científicos. En una Francia que permanece, en su aplastante mayoría, rural, y donde el mito de la ciencia no opera nada más que para una pequeña minoría de intelectuales, los integristas se oponen a la interpretación simbólica del mensaje crístico que hace esta corriente de pensamiento, irónicamente calificada por ellos de ’modernista’. Este esfuerzo de adaptación hecho por unos para hacer coincidir un tiempo presente con las mentalidades ancladas en el pasado y, por otra parte, la imposibilidad en la que se encuentran los otros para aceptar esta actualización, trascriben con una gran precisión la diferencia que separa, en el campo de lo simbólico, dos momentos de la historia diferentes.
Si la homogeneización que ha afectado a la sociedad francesa ha borrado las huellas de esta fractura, ¿cómo no ver que este debate se ha desplazado en el tiempo y en el espacio haciendo estallar la cohesión de las sociedades que permanecían hasta ese momento fuera del proceso de homogeneización económica y cultural?
Con el distanciamiento que permite el tiempo, entendemos que esta re-configuración semiótica y conceptiva es, en última instancia, un efecto de la revolución tecnológica y científica que caracteriza la época y que procede de una nueva expansión del capitalismo. Corresponde ésta al desarrollo del imperialismo clásico fundado sobre la explotación de los países suministradores de materias primas por las naciones productoras de bienes industriales. Tal es el factor esencial que explica la aparición del modernismo hispanoamericano: una integración total y definitiva del subcontinente en el comercio internacional en tanto que suministrador de materias primas, pero una ausencia no menos total de todo verdadero mercado nacional. A continuación, la racionalización y la modernización que beneficia al sector primario, la reinversión de beneficios, no en el sector de la producción industrial, sino en la importación de los bienes de consumo [factores históricos que conllevan el desarrollo del sector terciario, de la inmigración europea; y también, de forma correlativa, la emergencia y la consolidación de las clases medias, la expansión y la organización de las grandes concentraciones urbanas], están en el origen de las profundas modificaciones que afectan a las prácticas y a las producciones culturales. América Latina queda atrapada en esta sincronía de lo dys-sincrónico cuyos impactos la afectan violentamente tanto en la Conquista como en la Independencia. [Las dos épocas del positivismo y del modernismo son, entre la Independencia y los años 1960, dos jalones importantísimos que no podemos pasar por alto].
Este nuevo valor que es la modernidad no puede surgir más que en el contexto de una modernización incompleta. No puede uno sentirse moderno más que en la medida en que los que están alrededor suyo no lo son; uno no puede aspirar a serlo más que cuando se siente atrasado en relación con los que están alrededor. Dicho de otro modo, sea cual sea el caso de la figura tratada, el concepto de modernidad no puede existir sin una toma de conciencia y una consideración previa de estas dys–sincronías. El modernismo, considerado desde esta perspectiva transcribe, mediante unas construcciones poéticas y unos sistemas semióticos, un proceso extremadamente complejo de interiorización por parte del sujeto cultural de esas dys-sincronías (esos desfases) que actúan sobre el imaginario social y remodelan sus representaciones.
El hombre moderno es el que es, el que se cree o el que es percibido como diferente, no solamente con arreglo a sus contemporáneos, sino con arregglo todos los que le han precedido en la Historia. Si todos fuéramos modernos no habría modernidad. La extrapolación de esta indicación permite definir el período de la modernidad por el carácter incompleto de la modernización, dicho de otro modo, por la “sincronía de lo no-sincrónico es decir, por la coexistencia de realidades que emergen de diferentes momentos de la Historia. El proceso de Kafka realizaría esta estructura si nos atenemos a la lectura que de él hace Jameson:

«Joseph K. es un joven banquero que vive para su trabajo, un soltero que pasa sus tardes ociosas en una taberna y para el que los domingos son lamentables, cuando no los vuelven más lamentables todavía las invitaciones que le hacen sus colegas de trabajo para participar en reuniones sociales profesionales insoportables. En medio de este aburrimiento de una modernidad organizada, surge de pronto algo un poco diferente y es precisamente esta vieja burocracia arcaica que acompaña la estructura política del imperio. Tenemos así una coincidencia muy sorprendente: una economía moderna o al menos en proceso de modernización y una estructura política antigua.» (La traducción es de mí).

«Joseph K. is a young banker who lives for his work, a bachelor who spends his empty evenings in a tavern and whose sundays are miserable, when they are not made even more miserable by invitations from business colleagues to intolerable professional outings. Into this boredom of organized modernity, something rather different suddenly comes— and it is precisely that archaic, older legal bureucracy associated with the Empire’s political stucture. (Jameson 28)»

Los efectos de esta dys-sincronía son constantemente perceptibles en la producción ideológica de América Latina. Es un elemento que interviene de modo esencial en la organización de las identidades nacionales. Remito entre más ejemplos posibles a la problemática de la civilización y de la barbarie que obsesiona la literatura hispano-americana de Facundo a Doña Bárbara. (Sobre el ideologema de la modernidad, véase Cros, 2003 pág. 109-127)

Los conceptos de Nación y de Cultura

No se trata en este apartado de comentar el análisis de los historiadores respecto al nacimiento de la naciones europeas ni, por lo mismo, de explicar cómo ciertas provincias o zonas heterogéneas han sido reunidas progresivamente y después de una serie de luchas sucesivas bajo el poder de las coronas sucesivas de España, Francia o Inglaterra por ejemplo. Los conjuntos que resultaron así constituidos se presentaban a principios de la modernidad como colectividades organizadas en torno a unas estructuras políticas que hemos calificado a posteriori de ’naciones’. Sugiero más bien que examinemos las causas objetivas que expliquen por qué esta noción ha surgido en el campo del discurso, primero en Europa y, luego en América Latina y que tratemos de valorar su operatividad como factor de cohesión social. Esta noción viene a ser el fundamento de la toma de conciencia de una identidad colectiva que conlleva nuevas representaciones.
Teniendo en cuenta las circunstancias de cuyo proceso surge el concepto, se nota que se trata de una construcción sociohistórica de cuya evolución dan cuenta los diferentes diccionarios. En España, por ejemplo, del Tesoro de la lengua española de Covarrubias (1611) al Diccionario de Autoridades (1726), el vocablo sólo designa los habitantes de un territorio (provincia, reino, país). En Francia, el Dictionnaire de la langue française classique dice :

" Nation:
- Race, gens de la même profession (terme péjoratif) [Exemples donnés; nation des pédants, nation des poètes]
- Chaque partie de la faculté des Arts: les Arts sont divisés en quatre nations, qui sont la nation de France, de Picardie, de Normandie et d’Allemagne ou des étrangers.«La constitución de la Revolución francesa de 1791 instituye por primera vez la noción al atribuir a una colectividad indivisible el poder supremo. Littré, en 1866, da constancia de esta definicion y precisa su campo semántico:»Nation:
- Réunion d’hommes habitant un même territoire, soumis ou non à un même gouvernement, ayant depuis longtemps des intérêts assez communs pour qu’on les regarde comme appartenant à la même race.[...]
- nation, peuple: dans le sens étymologique, nation marque un rapport commun de naissance, d’origine et peuple un rapport de nombre et d’ensemble. De là résulte que l’usage considère surtout nation comme représentant le corps des habitants d’un même pays et peuple comme représentant ce même corps dans ses rapports politiques. Mais l’usage confond souvent ces deux mots; et sous la constitution de 1791 on avait adopté la formule: la nation, la loi, le roi." (El subrayado es de mí)

José Joaquín Fernández de Lizardi repite la fórmula de la revolución francesa en 1812, al alabar la Constitución elaborada por las Cortes de Cádiz, en un artículo de El Pensador titulado “Sobre la exaltación de la nación española y abatimiento del antiguo despotismo”:

«La soberanía reside esencialmente en la nación. !Oh, bello epígrafe! [...] Luego que por ambos hemisferios resonó el eco de este plausible periódico, cayó derrocado el despotismo del solio que por tantos años tenía usurpado a la nación: rompiéronse sus tiránicas prisiones y fue restituida como soberana a la antigua y justa posesión de sus derechos.» (Subrayado en el texto; Fernández de Lizardi 48)

Más recientemente (1987), el Larousse registra una nueva etapa en esta evolución semántica al insistir en la dimensión política del concepto (« constituyendo una comunidad política […] Entidad abstracta, colectiva e indivisible […] titular de la soberanía ». La traducción es de mí)
Lo mismo se nota en los diccionarios de español más o menos contemporáneos:

Julio Casares, Diccionario Ideológico de la lengua española (2a edición, 1959): «Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno».

María Moliner: Diccionario del uso del español
«Comunidad de personas que viven en un territorio regido todo él por el mismo gobierno y unidas por lazos étnicos o de historia. -Comunidad de personas de la misma raza con los mismos usos, particularmente el mismo idioma, que por alguna razón histórica ocupa un territorio dividido en varios paises. -Se aplica también, por ejemplo, al pueblo judío en su totalidad, aunque no esté reunido en un territorio».

Se notará que los criterios de lengua y cultura aparecen tarde en los dos casos (español, francés). Hay que precisar también que el concepto de cultura sufre una evolución muy similar. Remito a lo que tengo dicho en un estudio en el que analizo este concepto como un ideologema (Cros 2009):

La distancia que separa, para un mismo significante, su contenido semiótico-ideológico original de lo que ha venido a ser, al final del siglo XX es, sin lugar a duda, impresionante. Pero hay que observar que el sistema de este ideologema, es, en el mismo proceso de sus rectificaciones, una construcción histórica en la que queda almacenada la memoria de la evolución socio-económica de nuestras sociedades. Se levanta en efecto sobre las fases sucesivas de una revolución tecnológica y científica así como sobre nuevas extensiones del capitalismo que han suscitado el mito del progreso debido al desarrollo de la ciencia y de la racionalidad aplicada a la producción, mito elaborado a partir de la filosofía positivista a mediados del siglo XIX y que se ha prolongado más allá del final de la segunda guerra mundial. A lo largo de este período, se ha fortalecido el concepto de Estado-Nación que llega a su apogeo con el papel de regulador que le confiere Keynes en el plan económico y que está al servicio de los intereses económicos de las burguesías nacionales, manteniendo las barreras aduaneras, el orden y el respeto a la propiedad privada. En este contexto, la cultura cuya representación se estructura, como lo vimos, en torno a un sistema de diferenciaciones, desempeña un papel central en la necesaria construcción de la cohesión y de la conciencia de una identidad nacional, sobre el esquema manifiesto de: «nosotros (lo andaluces, los españoles, los franceses etc.) somos todos semejantes pero distintos a nuestros vecinos o a las demás nacionalidades.» En efecto, la cultura, tal como la hemos entendido y la entendemos todavía, es el espacio ideológico cuya función objetiva consiste en enraizar una colectividad en la conciencia de su propia identidad. Repítámoslo: sólo existe en la medida en que se diferencia de las demás. Asume el papel objetivo de baluarte contra la doble amenaza que representan los elementos supuestamente antisociales en el interior y las eventuales y siempre posibles agresiones desde fuera, por lo cual se presenta a la vista como el sistema de representaciones más apropiado a la defensa de los intereses de las burguesías nacionales que imperan en las épocas correspondientes. En otro plan, funciona como una memoria colectiva que sirve de referencia y por consiguiente es vivida oficialmente como guardiana de continuidad y garante de la fidelidad que el sujeto colectivo debe observar para con la imagen de sí mismo que de este modo recibe. Como representación de algo que sería una esencia nacional o, de todas formas, colectiva, la cultura es el campo donde lo ideológico se manifiesta con mayor eficacia, tanto más cuanto que se incorpora a la problemática de la identificación donde la subjetividad es conminada a sumergirse en el seno de la misma representación que la aliena.

Es muy significativo que los dos signos semiótico-ideológicos (Nación/ Cultura) hayan aparecido en el mismo momento histórico en el siglo XIX. Las representaciones que acarrean son los productos de circunstancias históricas específicas y están, en este caso, al servicio de la construcción de las nuevas naciones de América Latina. Dichas representaciones proyectan un espacio virtual destinado a crear una sociedad homogénea en torno a las estructuras importadas del Centro y más especialmente en torno a una lengua hegemónica promovida como vehículo de la Cultura y signo distintivo esencial. Esta imagen proyectada –y, como tal, su naturaleza es profundamente ideológica– tiene una función objetiva: provoca el desvanecimiento de todo lo que, en el campo de lo simbólico, es diferente, no conforme, heterogéneo y, luego, lo que en última instancia está fuera de las normas del imperio cultural que las élites políticas pretenden sin embargo abolir. Entre muchos ejemplos posibles remito a lo que pasó con Cuba:
«La raza ha sido otro de los ejes típicos articuladores de la identidad nacional. La existencia de un pueblo y una nación se subordinó con frecuencia a una única raza y cultura; en el caso cubano, a una raza superior y blanca tenida como sinónimo de cultura y de civilización. Partiendo de esta concepción del pueblo y la cultura, el imaginario nacional creado en Cuba desde finales del siglo XIX y preservado hasta las primeras décadas del siglo XX excluyó a las restantes identidades culturales y étnicas presentes en la sociedad insular.»(Consuelo Naranjo Orovio, Blanco sobre negro. Debates en torno a la identidad en Cuba, citado por Maglia Vercesi, 2007, 188)
Estas representaciones expresan la fuerza que va adquiriendo la fracción dominante de la colectividad nacional que sigue estrechamente dependiente, en los campos económicos y cultural, de los modelos de una metrópoli de la cual sólo descarta la dominación política. Este espacio virtual sigue siendo exogéno y literalmente importado. La dimensión linguística es esencial: reproduce los valores sociales y morales y los modelos de comportamiento, genera nuevas jerarquías sociales, organiza lo simbólico. El discurso literario se nos presenta por antonomasia, por lo mismo, como el campo de expresion privilegiado de las grandes polémicas socio-históricas. Veamos el ejemplo de la producción discursiva mejicana en la época de la Independencia; o sea en un momento en que la nacionalidad está por construir y de momento sigue algo confusa.

Como en todas las naciones que están en vías de construcción, en Méjico las élites empiezan por poner en tela de juicio los privilegios de los cuales gozan los representantes directos del poder imperial. Los criollos, por una parte, rechazan la dependencia del poder céntrico y, por otra parte, luchan por apoderarse de los privilegios atribuidos a los españoles nombrados por la metrópoli:
«Debemos ahora hablar de las puertas que han tenido los americanos cerradas para los empleos y de la ninguna razón ni justicia con que esto se ha practicado.[...] Hasta esta época singular en el mundo y venturosa en las Indias, nos llamábamos españoles en el nombre; lo éramos en la realidad pero no gozábamos iguales privilegios.[...] Tal vez no faltará quien decididamente o niegue mis proposiciones o a lo menos pretenda persuadir que a los españoles americanos se les ha tratado siempre equitativamente, se ha atendido su mérito y han obtenido en premio de él cuantos puestos ya pingues, ya honoríficos les han concedido a los de la península la libertad de los monarcas.[...] [E]n México ha habido 27 arzobispos europeos y sólo 2 americanos; 16 virreyes de los primeros y sólo 3 de los segundos; como en Puebla no ha habido más de 4 obispos americanos y 17 europeos; en Lima, Buenos Aires y Santa Fe, entre virreyes y gobernadores, 110 europeos y ninguno americano; y así discurre por diferentes provincias de las Américas haciendo el cotejo de empleados de una y otra parte de la monarquía y siempre resulta el exceso en favor de los naturales de la península, con tanta desproporción como la que hemos visto.» (“Puertas cerradas”, El Pensador, 1812, en Basave Fernández del Valle 70-71)
En todas las naciones en vías de construcción en América Latina, las élites embargan el sentimiento nacional y las masas quedan sometidas a un sistema que, a principios del proceso de la evolución, se reproduce sin ningún cambio significativo, al servicio de los nuevos beneficiarios. El campesinado y más especialmente los indios están relegados al margen del proceso de construcción, por lo menos hasta el sexenio de Lázaro Cardenas, si nos atenemos al testimonio del autor de Perfil del hombre y de la cultura en México (1934):
«Es de suponer que el indio ha influido en el alma del otro grupo mexicano (el habitante de la ciudad) desde luego porque ha mezclado su sangre con éste. Pero su influencia social y espiritual se reduce hoy al mero hecho de su presencia. Es como un coro que asiste silencioso al drama de la vida mexicana.» (“El mexicano de la ciudad”, Samuel Ramos, en Basave Fernández del Valle 135)
«Aun cuando la mayoría de la población la compone el indio, su estado mental no le permite todavía desprenderse de la naturaleza junto con la cual forma el ambiente de primitivismo que rodea al resto de la nación.» (“La cultura criolla”, Samuel Ramos en Basave Fernández del Valle 142)
[Notemos que en Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano, en 1970, califica de nebulosa, la identidad latino americana]

En las citas que acabo de hacer de El Pensador, se habrá notado que el autor se identifica a sí mismo a veces como español, a veces como americano y otras veces como español-americano. Para él, la nación soberana incluye a los españoles y a los americanos: «En suma, nación soberana, respetable gobierno, el Pensador os hablará, sí, os hablará como hombre de bien» Fernández de Lizardi (76). La reivindicación de una doble pertenencia se manifiesta también en la relación que tiene Lizardi con la lengua y la cultura española. Aunque se sitúa en el contexto de la Institución literaria de la península, su práctica discursiva en El Periquillo Sarniento está salplicada de mejicanismos que al editor ficticio no se le ocurre traducir. Así se vislumbra un esbozo de toma de conciencia de la identidad nacional tanto más notable cuanto que un editor real del texto de Lizardi, en 1842, se empeña en traducirlos en notas al pie de página para los lectores de la ex-metrópoli (Cros, 1985).
Más de un siglo más tarde, Samuel Ramos reivindica a su vez esta doble identidad:
«Tenemos sangre europea, nuestra habla es europea, son también europeas nuestras costumbres, nuestra moral y la totalidad de nuestros vicios y costumbres nos fueron legadas por la raza española. Todas estas cosas forman nuestro destino y nos trazan inexorablemente la ruta. Lo que ha faltado es sabiduría para desenvolver ese espíritu europeo en armonía con las condiciones nuevas en que se encuentra colocado.» (Samuel Ramos en Basave Fernández del Valle 143)
Cuando Samuel Ramos escribe (algo como ciento veinte años después de la Independencia), el proceso de evolución de la identidad nacional, entre la herencia hispánica y las especificidades americanas no está, pues, terminado.

¿ Cómo caracterizar entonces la fase en la que está?
1- La Cultura es la cultura de la burguesía esencialmente “En esta última parte de nuestro ensayo nos ocuparemos del grupo más inteligente y cultivado de los mexicanos, que pertenece en su mayor parte a la burguesía del país.” (“El burgués mexicano” (Samuel Ramos, en Basave Fernández del Valle 138). En opinión de Emilio Uranga, se trata de una cultura importada:
"Lo que ha sucedido en el tránsito de un régimen feudal a un régimen de incipiente industrialismo y producción capitalista ha significado para la filosofía la definición de un tipo más humano, de un ser humano con oportunidades para realizar su vida mucho mayores que las que permitía el porfirismo. Este humanismo se ve hoy amenazado por las mismas cosas que primero lo promovieron; la burguesía no se identifica ya con el humanismo propiciado por la Revolución mexicana sino que pretende suplantarlo con un ‘humanismo’ importado de las metrópolis de que es dependiente económicamente.” (Samuel Ramos citado por Dessau 98)
Esta opinión se puede considerar como confirmada por el proyecto que había presentado dos decenios más temprano Samuel Ramos:
"México debe tener en el futuro una cultura “mexicana”; pero no la concebimos como una cultura original distinta de todas las demás. Entendemos por cultura mexicana la cultura universal hecha nuestra, que viva en nosotros, que sea capaz de expresar nuestra alma. Y es curioso que, para formar esta cultura “mexicana”, el único camino que nos queda es seguir aprendiendo la cultura europea. (En Basave Fernández del Valle 159)

El mercado interior está en vías de desarrollo, lo cual explica la estructuración de la ideología producida por la clase dominante tal como la reconstituyó Adalbert Dessau en su estudio sobre la novela de la revolución. Notando que la ideología de la burguesía mejicana en el Porfiriato se atiene al liberalismo clásico, Dessau estima que al adueñarse del poder, en 1938, debe imaginar nuevas estrategias para enfrentarse con el imperialismo por une parte y el proletariado por otra. En esta situación la operatividad de los dos conceptos de nación y cultura se nos presenta como la más eficiente en cuanto son los factores esenciales de la cohesión social. (Los mexicanos deben reunirse en torno a la nación, olvidándose de sus intereses de clase, para resistir a los advesarios del exterior y sobre todo al imperialismo yanqui). Se trata de oponerse a los diferentes niveles de dis-coherencia que proceden más especialmente del estatus de las masas indígenas marginalizadas y que, cualquiera que haya sido su estado de servitud en el pasado colonial, no han tenido un contacto humano auténtico con el colonizador. Con la presión de las fuerzas económicas supra-nacionales que, en esta fase de la evolución del sistema, privilegian la consolidación de los mercados interiores, las burguesías nacionales usurpan las identidades nacionales y culturales (Cros 1988) .
El problema de la conciencia colectiva de identidad no está sin embargo solucionado. A principios de su evolución, en cualquier nación que se libera de la colonización y se construye a partir de raíces múltiples (bilinguismo o multilinguismo más especialmente) se plantea la cuestión de « ¿Quiénes somos? ». Es lo que le pasa también a Méjico. Por lo mismo, hay que insertar a Samuel Ramos en el contexto de la búsqueda ontológica que caracteriza el decenio 1950-1960: Agustín Yáñez: “El Pelado mexicano” Letras de México 1940; Octavio Paz: El Laberinto de la soledad, 1940; Emilio Uranga: Análisis del ser mexicano, 1952; Leopoldo Zea: Conciencia y posibilidad del mexicano, 1952. (Cros 1988: 168-169).
Si nos remitimos, precisamente, al decenio 1950-1960, observamos que se inicia una doble evolución. Dentro de un mismo espacio nacional, las minorías étnicas ya son más visibles y reivindican su propia identidad, lo cual provoca una ruptura entre la conciencia nacional y la conciencia cultural. En realidad este proceso es también el resultado de un cuestionamiento sobre la cultura de clase de la burguesía. Ya se nota esta ruptura por los años 1920/1930, en los últimos años del modernismo, en la poesía afro-antillana de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. En un momento en que la poesía hispano-americana se olvida de la realidad del continente y las elites se abren a la modernidad transnacional importada del Centro, despreciando la producción intelectual y artística de las regiones periféricas, se oye una voz que reivindica una conciencia de identidad cultural distinta de las identidades nacionales. Esta nueva identidad trastorna las representaciones nacionales tradicionales:
«En efecto, la responsabilidad de la construcción del imaginario de nación en la Cuba de los primeros años de la República estaba en manos de una élite letrada, cuyo afán por edificar una representación monocroma del Estado naciente los llevó a elidir a las etnias subalternizadas del resplandeciente escudo de la patria. Naturalmente la población negra quedaba excluida de la comunidad imaginada de nación, aunque su innegable vitalidad circulaba por las calles, los cañaverales y los campos. La aceptación de la pluralidad étnica, considerada en un primer momento como un elemento descentrador de la identidad será tardía. [...] Dentro del campo literario de la época, Guillén establece una toma de posición autónoma en relación con el campo del poder y construye una temprana identidad híbrida nacional como respuesta a la encrucijada histórica de una Cuba blanquada y enajenada por la situación neocolonial de la República.» (Maglia Vercesi 188-189).
La identidad nacional parece enriquecerse con tal diversidad pero la noción pierde su eficacia política e ideológica que ya resultaba algo debilitada por la introducción, en el campo dicursivo, del concepto de conciencia de clase en el decenio anterior. Por otra parte esta evolución se acelera con el ultraliberalismo que pervierte la simbólica cultural transformándola en mercancía y poniendo en tela de juicio el concepto de estado-nacion que obstaculiza su extensión:
Desprovistos sucesivamente, primero de su dimensión sagrada y luego, de su dimensión simbólica colectiva los objetos y las prácticas culturales ya se nos presentan como atrapados en la red mercantilista y totalmente cosificados. Lo que nos amenaza entonces no es nada menos que la desaparición del nivel simbólico con todas las consecuencias que esta desaparición puede provocar en la imaginación del sujeto y en la vida social. Esta desestabilización transcribe el relajamiento de los lazos de sujeción nacional: las sociedades industriales resultan cada vez más integradas en la economía mundial y las clases dominantes ya no tienen por qué interesarse por el bienestar colectivo a nivel de la nación. Ya se nota cuán claramente las rectificaciones sufridas por las estructuras del ideologema - en este caso, la pérdida de las representaciones de los lazos cívicos y nacionales - transcriben el desvanecimiento del poder de las burguesías nacionales en provecho de una verdadera burguesía mundial que está surgiendo. (Cros, E., « Cultura y Mundialización », http:// www. sociocritique.fr)

La identificación entre identidad nacional e identidad cultural queda ya definitivamente cuestionada y esta disyunción re-distribuye los espacios culturales sin tener en cuenta forzosamente las divisiones en territorios nacionales.
Las dos nociones (de identidad nacional e identidad cultural) eran el producto de la partición de América latina heredada de la colonización en el siglo XIX. Sus funciones objetivas consistían en producir, reproducir y consolidar las representaciones que mantenían un consenso ideológico en torno a las élites respectivas de los distintos países. Se discutieron, a veces radicalmente, a lo largo de los años 1960-1970, de resultas de la revolución cubana que, como heredera de los grandes estrategas de la Independencia suramericana, tenía una visión continental de la lucha contra el yugo colonial. Remito al Informe de la delegación cubana a la primera conferencia de la O.L.A.S. (Organización Latino Americana de Solidaridad), conferencia abierta el 4 de agosto de 1967 en La Habana. Los catorce volúmenes de documentación que constituían este informe demostraban a partir de estadísticas de la ONU y la UNESCO que en América Latina seguía existiendo una situación política económica y social homogénea. Los cubanos no descartaban la existencia de particularidades nacionales en el subcontinente pero ponían de realce las similitudes que existían en todos estos países para llegar a la conclusión que en estas condiciones la revolución debía extenderse a toda América Latina. (K.S. Karol, 364) Esta postura y el cuestionamiento de las tesis leninistas que privilegiaban la revolución proletaria fueron más o menos abiertamente rechazados por los comunistas ortodoxos. En el informe se afirmaba en efecto que no se podía imaginar una revolución proletaria por ser el proletariado demasiado débil por falta de un verdadero proceso de industrialización. Por otra parte, la burguesía local estaba tan dependiente de las potencias económicas de los Estados Unidos que ya había abandonado toda aspiración a desempeñar un papel económico y político autónomo. (K.S. Karol 364-366) Con un proletariado casi inexistente y una burguesía nacional tan débil ¿cómo se podía contemplar la posibilidad de promover una « revolución democrática y burguesa » ? Para los castristas no había nunca existido la burguesía en América Latina y no iba a existir en adelante.
No podemos pasar por alto el entusiasmo con que se acogió la aparición del regimen castrista en la escena internacional y la esperanza que levantó en los medios intelectuales latinoamericanos y europeos. En el Congreso Internacional que se organiza en La Habana del 4 al 11 de enero de 1968 acuden más de quinientos intelectuales que proceden de setenta países:
«Des écrivains prestigieux comme Michel Leiris, Jorge Semprún, Max-Paul Fouchet, Arnold Wesker; des savants, comme Pierre Lehman, Gionanni Berlinguer, Amati, Vigier; des peintres comme Matta, Lam, Pignon; des “sociaux-scientistes” comme Miliband, Hobsbawm, Guerin, Axelos - et la liste est loin d’être exhaustive - devaient faire face à une “contestation” amicale des représentants du Tiers-monde, parmi lesquels les Latino-Américains et les Antillais - d’Aimé Césaire à Cortázar et Benedetti - étaient particulièrement nombreux. C’était donc une rencontre sans précédent, par sa composition et aussi par les thèmes soumis à la discussion/» (Karol 396-397).

Las representaciones colectivas vigentes hasta la fecha han sido sin lugar a dudas profundamente trastrocadas con la irrupción del castrismo en la escena internacional. Así es como el análisis muy lúcido que expresa el informe que acabo de evocar socavaba los fundamentos de las identidades nacionales y culturales tradicionales artificiosamente promovidas desde la mitad del siglo XIX. Con el distanciamiento que permite el tiempo, y dentro de la perspectiva enfocada por los castristas, estas identidades aparecen como lo que fueron o sea como unas representaciones proyectadas, sin relación con la auténtica realidad de las sociedades correspondientes. Sólo implicaban a una estrecha minoría de las poblaciones de los distintos países. En este vacío social el castrismo proponía, en el lugar de un consenso ideológicamente fantasmal en servicio de una minoría, otra identidad que, por una parte, estribaba en una conciencia de clase y que, por otra parte, se extendía a todo el subcontinente. Dicha identidad resultaba edificada a partir de una constancia (una sumisión compartida por todos) y, correlativamente, de un proyecto utópico que confería una nueva dimensión a la imaginación colectiva. Cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre las razones objetivas y complejas que expliquen el fracaso de este proyecto y las derivas del régimen, el impacto de las posturas y del programa castristas sobre la re–configuración de las representaciones de las identidades nacionales y culturales en América Latina no deben ser subestimadas. Desde luego las conciencias nacionales siguen vigentes (aunque mucho menos apremiantes en ciertas categorías de las sociedades) pero ya se articulan con una dimensión auténticamente latinoamericana cuyo impacto no deja de manifestarse en el proceso de constitución del « sujeto cultural » correspondiente.

Bibliografía

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Maglia Vercesi, G. Identité culturelles vs Identités nationales dans la poésie post-coloniale des caraïbes hispanophones, Thèse Paris-Sorbonne IV, 2007 (inédite).

Edmond Cros
Université Paul Valéry (Montpellier III)
nstituto Internacional de Sociocrítica

* Este artículo ha sido publicado en : Lillo, Gastón y Leandro Urbina (eds). De Independencias y Revoluciones. Los avatares de la modernidad en América Latina. Santiago: LOM, Universidad de Ottawa y Universidad Alberto Hurtado, 2009. Agradezco a los editores por haberme dado permiso prar reproducirlo aquí

Posté le 21 de diciembre de 2009 par Edmond Cros
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